Es más bien un lugar limpio y en grata penumbra, con
espacios amplios y senderos bien trazados que casi hacen que el lugar se
parezca a un parque. La causa de tan sorprendente estado de cosas está en la
peculiar estructura vertical del bosque amazónico, que no permite que los rayos
solares lleguen al suelo. Dicha estructura consta de cinco pisos, el último de
los cuales está formado por los árboles más altos (unos 40 m), cuyas copas,
abiertas y aireadas, aparecen bastante separadas entre sí. El cuarto piso está
constituido por árboles de mediano tamaño y también situados a considerable
distancia unos de otros.
En el tercero, la vegetación se cierra e impide la
penetración solar a niveles inferiores. Consta de árboles muy apiñados que
alcanzan hasta los diez metros de altura. Los dos niveles más próximos al suelo
los componen arbustos y matorrales, y hierbas, helechos y renuevos. Algo que
llama poderosamente la atención es la uniformidad que se aprecia en la selva
amazónica. Es difícil para el profano distinguir unas especies de otras y, sin
embargo, la inmutabilidad de las condiciones ambientales, durante miles de
años, ha desarrollado una extraordinaria cantidad de especies vegetales
adaptadas a todos los lugares imaginables, aunque los individuos de una misma
especie se hallan muy distanciados entre sí. Participando y aprovechándose de
la citada estructura vertical se encuentran por todas partes las conocidas
lianas, adaptadas a las condiciones de vida más dispares. Sin perder el tiempo
en construir su propio soporte, las lianas, flexibles como cuerdas, crecen y se
estiran en busca del sol, retorciéndose y apoyándose en los árboles. Las hay
que alcanzan 200 metros de longitud y se extienden de tal manera que, a veces,
dan la impresión de sujetar y sostener a los demás árboles en vez de apoyarse
en ellos.
También abundan en todos los niveles las plantas epifitas, o
sea, las que crecen sobre otras plantas para estar en mejores condiciones de
recibir la luz solar. Muchas de ellas ejercen funciones importantes en la
selva, como conservar agua y alimentos (hojas muertas e insectos) después de
una tormenta. Entre las epifitas más conocidas se encuentran algunas orquídeas,
esas flores tan apreciadas y que en Colombia están consideradas como la flor
nacional. Pero no debemos olvidar que la Amazonia es también un universo
anfibio, que obliga a las plantas a adaptarse a él para sobrevivir. A lo largo
de las cenagosas orillas de los ríos, las raíces de los árboles se elevan como
zancos formando intrincados manglares. Otras plantas, como el helecho acuático,
flotan en el agua, nutriéndose a través de las hojas, o se instalan en las
ramas, como las epifitas ya citadas.
El hecho de que la cuenca amazónica se comporte como un
invernadero y goce por ello de una cubierta vegetal siempre verde, hizo creer a
los primeros europeos que en ella se adentraron que se hallaban ante un mundo
de riquezas inagotables, en el que encontrarían todo lo necesario para vivir.
Pero paradójicamente no es así, como lo demuestran el hambre y las penalidades
sufridas por los, exploradores de todos los tiempos, la siempre escasa
población autóctona amazónica y los pobres resultados obtenidos en la
explotación agrícola y ganadera. La explicación de este aparente contrasentido
es sencilla. La Amazonia es un terreno antiquísimo que ha permanecido
inamovible durante decenas de millones de años, pues por estar situada en una
zona ecuatorial no sufrió los efectos de las glaciaciones.
Durante todo este tiempo, las fuertes y abundantes lluvias
han tenido ocasión de disolver los minerales, lavar el suelo y empobrecerlo.
Sirvan como ejemplo los sistemas de cultivo empleados por los indígenas, que
abren pequeños claros o calveros en la selva mediante la tala y quema de la
vegetación. Las cenizas aportan sustancias minerales suficientes para dos o
tres cosechas, pero luego la tierra queda agotada y, en consecuencia, es
abandonada.
No obstante, puede argúirse que los cursos lentos de los
ríos y las inundaciones periódicas aportan buenas tierras y abundantes
minerales en suspensión. Y así sucede en el caso de los ríos llamados blancos
(excepto el Branco) por sus aguas blanco-amarillentas cargadas de lodo y de productos
nutritivos. Estos son los que riegan la zona oeste de la cuenca y nacen en los
Andes, como el Ucayali y el mismo Amazonas. Por el contrario, los llamados
negros (el Negro y sus afluentes) y los de aguas azul-verdosas (el Tapajoz y el
Xingú) o verdosas carecen casi por completo de materiales en suspensión. Son
los que atraviesan las serranías que separan Brasil de Venezuela o proceden de
las zonas montañosas del sur brasileño o de las sierras de Guayana.
La razón de ello hay que buscarla en la diferente antigüedad
y, por lo tanto, en la distinta geología, de los Andes, relativamente jóvenes,
comparados con las demás formaciones rocosas que bordean la cuenca amazónica,
tan antiguas y duras que los ríos las pulverizan muy despacio. Las únicas
tierras fértiles de la Amazonia, salvo las zonas de sedimentos marinos de las
márgenes del valle inferior, son, pues, las “varzeas” que flanquean los ríos
blancos en una extensión de 10 a 100 km.
Ahora bien, si las tierras amazónicas sufren una erosión tan
intensa hasta el punto de que el suelo es pobre, sin minerales y con poquísimas
bacterias ¿cómo es posible que crezca en ellas una vegetación tan exuberante?
Simplemente porque el ciclo alimentario completo de la misma no tiene en cuenta
las condiciones del suelo, sino que se realiza sobre él. Parece que la
respuesta se halla en la masa de moho que cubre la corteza de los árboles y en
los hongos que, asociados a las raíces, trasladan a éstas los nutrientes
minerales de las hojas muertas que caen al suelo y de la madera en
putrefacción. También los insectos, especialmente las hormigas, que entierran
los restos orgánicos que encuentran, las bacterias y los gusanos cumplen un
papel importante en la nutrición de las plantas.
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